jueves, 27 de septiembre de 2007

Cartas de un Asesino I

¡Oh, pobre niño aquel que siendo huérfano de padre y madre ha tenido que enfrentarse a los crueles destinos que la vida preparó para él!!!

Algunos me llaman loco, pero… ¿En verdad lo estoy? No lo se, primero respondan a la siguiente pregunta ¿Qué significa estar loco?
Aun recuerdo aquellos momentos cruciales en los que tuve que tomar la decisión que sin saberlo, cambió el curso de mi vida por siempre. Tomando en cuenta que mi infancia fue demasiado tranquila pues siempre fui un chico serio y muy poco sociable, lo cual fue un motivo de preocupación por parte de mi madre quien algunas veces intentó hacerme relacionar con otros chicos de la escuela, pero mi falta de interés la llevó a rendirse en poco tiempo, y es que simplemente ella no comprendía que me aburría de todo fácilmente.
Nada en la gente me agradaba o captaba interés alguno.
Esa noche estrellada, hace alrededor de quince años, es el recuerdo más vívido que tengo en la mente y que viene a mí cada vez que lo necesito: el llanto de mi madre, tendida en el suelo de la cocina de nuestra pequeña casa, se escuchó desgarrante hasta mi habitación escaleras arriba.
Escuché su voz, supuse que se trataba de otro de los pleitos que sostenía con mi padre, por curiosidad bajé las escaleras silenciosamente hasta llegar a la sala, desde donde alcancé a ver los frenéticos brazos de mi padre caer sobre el ya muy masacrado cuerpo de mi madre. Ella lloraba, suplicaba. Pero él, cegado por el coraje y la bebida, no paró de azotarla.
Algunas veces en el pasado, justo después de arribar a casa y de haber estado bebiendo en la cantina local después del trabajo, la había golpeado por alguna razón que yo desconozco aun, y cuando yo traté de ayudarla, los puñetazos se iban hacia mí hasta dejarme inconsciente. Siempre fui tan inútil y débil para ayudar a aquella mujer que me había cargado por ocho meses y medio en su vientre. Usualmente todo terminaba en cuestión de minutos, pero esa fatídica noche de hace quince años no fue así, duró más de la cuenta.
Por un momento me pareció que ella me miraba, con esos ojos tiernos con los que siempre me decía: te amo, hijo. Su rostro lleno de sangre...
Entonces ocurrió, una voz dentro de mi mente me habló, murmuró palabras extrañas que no comprendí al instante. Pero una sensación invadió mi sangre acelerándola incontrolablemente, nubló mi mente, como si perdiera la razón.
Tratando de hacer el menor ruido posible, me encaminé hacía el pórtico de la casa, donde encontré una barra de metal de noventa centímetros de largo y tres pulgadas de espesor. Lo tomé sin vacilar y volví de nuevo al interior de la casa.
Miré el cuadro de violencia que se presentaba ante mis ojos, una vez más, recibí un impulso de furia incontenible, siendo tan solo un niño de ocho años. Cerré mis manos con fuerza sobre el arma, acaricié su textura rasposa y la amé en ese instante.
Mi padre no se dio cuenta de lo que ocurría detrás de él, ni cuando observé por primera vez ni cuando regresé con el arma empuñada y lista, con mi mente nublada por un estupor mortecino dirigido solo hacía su persona. El primer golpe alcanzó la mitad de su espalda, provocándole gran dolor al contacto en seco del metal. Se volvió hacia mí para fulminarme con su mirada.
“Pequeño Bastárdo”
No tuvo tiempo de moverse o defenderse antes de que el segundo golpe, atinando en su cabeza, le azotara terriblemente tras lo cual cayó al suelo con el rostro cubierto de sangre y maldiciendo.
Su dolor alimentaba mi inocente motivación homicida.
Me posé lentamente frente a él, dejé que me observara por unos momentos mientras en mi mente resonaba una vieja cantata de Blues, que escuché alguna vez en la radio. Sentí ganas de bailar ahí mismo.
Le golpeé de nuevo, su rostro desfigurado por el impacto chocó con el piso, desparramando grandes cantidades de sangre, manchando las paredes blancas de pequeñas gotitas color rojo, dejando un mapa celestial parecido a las noches estrelladas de verano. Extendí mis dedos para tocar el líquido escarlata y lo unté sobre mis labios. Entonces me di cuenta que me encontraba eufórico, tremendamente excitado.
Después de un frenético grito al aire, dejé caer sobre el aun vivo cuerpo de mi padre, docenas de golpes, quien trataba de gritar, de pedir auxilio. Con los impactos más gotitas de sangre mancharon mi rostro y mi cuerpo. Escuché claramente el crujir de sus huesos con cada caricia de mi arma casera, hasta que terminé exhausto en el mismo suelo que él.
Acababa de asesinar a mi propio padre.
No había temor ni remordimiento de conciencia en mi pequeña cabeza, solo placer, extraño y dulce placer. La vieja cantata aun resonaba en mis oídos y en ese instante contemplé delgadas líneas escarlata en las paredes y los muebles de la cocina. ¡Que desastre!!!
Mi padre murió casi al recibir el quinto golpe, el resto de ellos fueron solo por la excitación de sentir sus viseras desgarrándose y su cráneo desquebrajarse.
Mi madre ya estaba muerta cuando todo hubo terminado.
Pero ese pequeño pasaje de mi infancia no es la razón por la cual escribo esta carta, pues mi victima actual se encuentra debajo de mí, aun llora y suplica que la deje vivir. Sabe que morirá esta noche, quizá lo sabe porque se lo dije al oído lentamente mientras le arrancaba los dedos de sus pies y los cauterizaba con un cuchillo ardiente que tomé de su cocina. Sus manos se encuentran amarradas con una soga muy apretada.
Shelly… ese es su nombre, me lo dijo mientras bebíamos un vaso de vodka.
La encontré por casualidad en uno de esos bares de moda, sus enormes ojos azules me cautivaron, haciendo que mi pulso aumentara abruptamente de un momento a otro. Es hermosa… demasiado hermosa para seguir viviendo.
Me ha gritado demente en varias ocasiones, no me agrada, no estoy tocado ni loco. No es la primer victima que me lo escupe directo al rostro. Cuando eso ocurre solo sonrío al escuchar su desesperación. Si estuviera loco, no conocería la naturaleza de mis actos, pero estoy conciente de lo que hago, perfectamente conciente. Lo disfruto mucho. Calma mis ansias y mata el tedio que me corroe a veces. Por lo tanto no estoy loco.
Pobre Shelly, estoy sentado sobre su abdomen, haciendo pesada su respiración, mi pluma toma su tinta de una herida que abrí en su pecho. El filo ardiente acaricia su tierna y blanca piel, es entonces cuando la vieja cantata de Blues resuena de nuevo y me dice que ya es tiempo de comenzar a divertirme…
Oh pobre Shelly, desdichada muchacha que se atravesó en mi camino…
Y ahora forma parte importante en mis memorias…
Me despido por el momento, estaré ocupado un rato, pero pronto volveré a abrir este diario y escribiré algún arrebato de placer digno de ser escrito.

1 comentario:

In vino veritas dijo...

muy bien escrito... faltan algunos detalles por pulir, pero muy bien... por un momento pense que hablabas de ti... no verdad??? ja ja